La cultura de los castros sorianos se desarrolló entre los siglos VI y IV a. C. en la meseta española, en un espacio geográfico aproximado al que ocupa en la actualidad (2008) el norte de la provincia de Soria.
Descripción[editar]
Estos castros, en definión de Blas Taracena, son aldeas fortificadas naturalmente, situadas en elevadas cumbres entre 1 100-1 400 de altura, siempre respaldados por elevaciones de mayor altura; se adaptan a las superficies que ofrece el terreno; así, serán circulares, como los de Castilfrío de la Sierra, Valdeavellano o Ventosa de la Sierra; ovales, como el de Arévalo de la Sierra; triangular, el de Langosto; trapezoidales, el de Taniñe y el de Villar del Ala. Sus dimensiones oscilan entre los 1400 m² del Castillo de El Royo y los 18 000 m² del de Arévalo de la Sierra.1
Economía y supervivencia en los castros[editar]
Practicaban la agricultura en los terrenos más inmediatos, cultivando hortalizas, leguminosas y cereales (trigo y cebada), documentado en análisis de residuos de cerámicas y molinos. Elaboran cerveza, documentado en Numancia e Hinojosa del Campo, donde se dan los datos más antiguos (siglo VI a.C).
La ganadería es una actividad destacada, principalmente ovino, caprino, vacas y caballos, con búsqueda de pastos de verano e invierno.
La dieta sería especialmente vegetal, harinas y panes de bellotas o gachas, mezclando diversos cereales con la leche. Raramente comían carne, excepto de caza. Este régimen alimenticio creaba carencias de salud, con frecuentes enfermedades y estaturas bajas (1,60 metros).
Cronología[editar]
Se desarrollan desde comienzos del siglo VI hasta la segunda mitad del siglo IV. Esta cronología fue propuesta por Taracena a partir de estudios de los elementos metálicos relacionados con las necrópolis denominadas entonces posthallstátticas y la existencia de niveles superiores, ya celtibéricos, en algunos castros como Fuensaúco y Arévalo de la Sierra, ha sido confirmada por las dataciones de carbono 14 de El Castillo de El Royo (Eiroa, 1980), con una fecha de 530 a. C. para el nivel más antiguo, y 320 a. C. para el más reciente, así como las aportadas por el castro del Zarranzano, 460 y 430 a. C., que indica quizás el tiempo de apogeo de esta cultura.1
Localización de los castros[editar]
Cuando Taracena realizó el estudio de estos asentamientos dio a conocer catorce, localizados en Arévalo de la Sierra, Cabrejas, Castilfrío de la Sierra, Cubo de la Sierra, Cuevas de Soria, Fuensaúco, Gallinero, Garray, Hinojosa de la Sierra, Langosto, Molinos de Razón, El Royo, Taniñe, Valdeavellano de Tera, Ventosa de la Sierra, Villar del Ala. A éstos hay que sumar los dados a conocer posteriormente por otros investigadores, como los de Carbonera de Frentes, Pozalmuro, Omeñaca, El Espino y San Andrés de San Pedro, así como el Castillo de Soria, Santa María de las Hoyas, Vizmanos y Ólvega, algunos de ellos ya de época celtibérica.
Fernando Romero (1984) hizo una revisión en profundidad de la Cultura de los castros sorianos. Catalogó veintiocho castros, que tienen su origen en la etapa anterior al mundo celtibérico, a los que hay que añadir nuevos hallazgos, tanto en la zona norte como en la zona centro y sur de la provincia de Soria, aumentando su número hasta más de cuarenta, de los cuales unos treinta pertenecen a la zona norte.
Este tipo de asentamientos no es exclusivo de esta zona de Soria, también se da en otras partes de la Meseta y Noreste de España, aunque con rasgos diferentes de unas zonas a otras. Los castros de la zona occidental de la Meseta (Zamora, Salamanca, Ávila) son de mayores dimensiones.
Pelendones[editar]
Desde Blas Taracena hasta el presente (2008), se identifica a los pelendones con el pueblo celtíbero principal que pobló los castros de la primera y segunda Edad del Hierro en las serranías soriano-riojanas, si bien en La Rioja no se ha encontrado castro alguno de este periodo (y sí, por el contrario de época visigótica) (1).
Sin embargo, hoy resulta difícil pensar que este tipo de asentamientos fuesen la huella de los pelendones, ya que además de encontrarse también en territorio arévaco, distan varios siglos del momento en el que quedaron recogidos por las fuentes clásicas. Es por ello que hoy parece más correcto considerar esta cultura arqueológica dentro de ese proceso de configuración y gestación de la Cultura Celtibérica.
Los celtas o celtíberos confundidos en España y en el principio de su dominación, con el término de Fenicia y concluyendo para dar origen a la incursión de los griegos, trasportaron consigo mismos su religión, sus ciencias, sus leyes, sus ritos y costumbres de las cuales se aprovecharon los primitivos españoles con quienes se comunicaron, lo mismo que los griegos con quienes se confundieron. A un lado, cuanto ajeno no nos pertenezca, para señalar aquello que concierna a la historia de la ciencia.
Los filósofos celtas a cuyo cuidado estaba el cultivo de las ciencias, se dividían en tres secciones y eran estas, los Vates o avates, los basdos y los druidas, siendo aquestos últimos los más sabios de todos y quienes por haber cultivado la ciencia de curar, nos interesan. Entre las ciencias que enseñaban era una la médica, pero con tal recogimiento y misterio que sus escuelas eran subterráneos muy ocultos, a cuyas circunstancias debieron aquellos hombres el título de oráculos los demás, teniéndoles como superiores en todos sus actos y determinaciones por materiales que apareciesen, llegaron hasta el extremo de creerles partícipes de los arcanos divinos, intérpretes de los dioses e intercesores entre estos y los hombres. A esta altura de tiempos debemos remontar la medicina española.
Entre ellos, el desempeño de la medicina no consistía en la simplicidad sino que comprendieron la necesidad de dirigir los pueblos para preservarles de las enfermedades. Sus preceptos para conseguirlo eran reducidos pero conducentes: aconsejaban un buen régimen de vida, proscribían el uso de cualquier licor y disminuían la efervescencia humoral con el uso abundante del cocimiento de cebada mezclado con miel al cual llamaron hidromiel. Fueron rigorosamente los primeros higienistas sin que por esta cualidad desatendieran la patología y terapéutica, trazadas por sus antepasados. Así que, cuando percibían alguna enfermedad en sus dirigidos, trataban aunque misteriosamente de combatirla con remedios bien naturales y sencillos sacados del reino vegetal y recogidos de la naturaleza con tantas ceremonias misteriosas, que por sí solas eran capaces de sostener su crédito, entre aquellas gentes sencillas a la par que supersticiosas. La verbena, la pulsatila y el musdago (especie de musgo) eran sus plantas favoritas y no es necesario repetir que su propinación lo mismo que la de la goma de algunos vegetales, se hacía con toda solemnidad y ceremonia. La patología general aun cuando no la comprendieron empezó a conocerse, siendo en su consecuencia las enfermedades todas, clasificadas en dos grandes grupos o extensas secciones: curables unas e incurables otras y en dos clases también divididos los celtas médicos:
- la primera y más sublime por sus luces, era constituida por las sacerdotisas, quienes en el templo siempre eran las únicas que poseían los secretos para dirigir las enfermedades incurables
- la segunda la formaban los druidas, a cuyos conocimientos estaba el cuidado de las enfermedades curables.
Esta misma distinción de enfermedades incurables y curables, de médicos sacerdotisas y de médicos druidas, encargados cada cual de la curación de unas; y sobre todo, los misterios y la superstición con que se propinaban los remedios para combatir las primeras (incurables) patentizan el culto gentílico en España y lo mucho que prestó al ejercicio de la ciencia y como de otra suerte cuando hemos reparado que sus primitivos pobladores confundidos naturalmente con los fenicios y egipcios, recibieron de estos sus creencias religiosas. Estas mismas divinidades transportadas primero a la Bética y especialmente a Itálica y después al resto de la península, fueron reverenciadas. La medicina por su parte y acaso mejor los druidas por sus mismos intereses, la erigieron templos de adoración en varios pueblos, señalando a cada uno, una divinidad de las admitidas y que le daba el nombre.
- Tarragona, Antequera, Sevilla y Guadix dieron culto en templos adecuados a Isis, reputado como Dios gentílico de la medicina
- Sancti Petri a Hércules
- Antequera y Valencia del Cid a Serapis
- el Dios Apolo admitido también como médico aunque mitológicamente tenía sus templos en Osuna, en Caldas de Montbui y en Antequera
- Esculapio en Cartagena, en Osuna, en Idaña y en Valencia en el mismo sitio donde se edificó después el templo de la virgen de los desamparados
- en Mataró, en Tortosa y en los Barrios se rindió culto al Dios Mercurio
- en Duraton a Termegisto
- a Osiris en Algeciras y Gibraltar
- al Dios Pan en Vélez-Málaga y en Benicarló
- a Diana como Diosa de la medicina, en Murviedro y en Albarracín.
Influencia sobre Grecia[editar]
Cuando consultamos la historia médica hispano-greca y apenas encontramos datos de su influencia en los progresos ulteriores de la ciencia, nos vemos precisados a negar respecto a España la que tuvieron en las otras naciones a las cuales lo mismo que a ésta, llegaron las incursiones de los habitantes griegos, lo cual nada es de extrañar teniendo en cuenta que la Grecia primitiva de estas incursiones, conocida en la historia con el nombre de Asiática era inculta y de conocimientos limitados. Además, las colonias egipcias, fenicias y otras como las celtíberas y cartaginesas que las habían precedido, más bien la prestaron que recibieron de ella. Con todo, creyendo que los dioses enviaban las enfermedades y particularmente la peste y el mal de corazón, les erigieron en España y en sus colonias de Denia, (reino de Valencia) los templos de Diana, de Efeso y de Minerva dedicados al culto de estas divinidades a los cuales acudía un immenso gentío de supersticiosos y adoradores. Algunas de estas mismas colonias mas supersticiosas aún no se contentaron con los númenes referidos sino que divinizaron a los astros. La luna y la luz eran invocadas bajo los nombres de Lucina, Diana y Proserpina en caso de enfermedades y en el parto esta última como protectora de él. Y no paró en esto solo, sino que para mayor veneración y reverencia de estas mismas divinidades a unas se las erigieron templos, a otras, inscripciones sobre lápidas, sin duda para eterna memoria. En Valencia y Tarragona tuvieron culto Serapis e Isis divinidades de origen egipcio. Al menos, así nos lo demuestran numerosas inscripciones.
Características de la nueva ciencia[editar]
Estos ritos religiosos generalizados en España y en tiempo de los egipcios, fenicios, celtíberos y cartagineses mucho antes que en el de los griegos, dio origen según llevamos manifestado, a la exposición de los enfermos en los templos y calles públicas; y de su observación obtuvieron los resultados de una exacta analogía, los cuales trasmitidos después a Grecia sirvieron de tanto para la fundación de la medicina hipocrática. A esta misma época, corresponde y pertenece la composición de un medicamento llamado Salsamentum que los españoles preconizaban para el tratamiento de varias enfermedades y que después le vimos aconsejado por Hipócrates en la curación de las hidropesías. Pero al mismo tiempo que encontramos entre los primitivos españoles una ciencia de curar más o menos rudimentada, hallamos en la historia misma que sus enfermedades sobre no ser muy multiplicadas, eran benignas y poco complicadas, todo muy conforme y natural, atendida la sencillez con que vivieron aquellos primeros compatricios. Todos sus agentes funcionales eran tan regularizados, que bien raras veces por su acción sobre el organismo, le hacían perder el equilibrio. Sencillez y soltura en sus vestidos en forma de gabán o de sayos; limpieza de su cuerpo por la costumbre de lavárselo a menudo, desconocer toda clase de adornos y cosméticos, frugalidad en su alimentación con sustancias vegetales harinosas y feculentas, poco condimentadas sin otra bebida que alguna cerveza y en abundancia el agua pura y de corriente, una vida alegre y pastoril amenizada con recreos alegres y sencillas diversiones al aire libre, la principal el baile; lechos saludables formados de paja o hierbas secas; reuniones en sitios nada estrechos, la costumbre de arrojar a los ríos y quemar los cadáveres, por último no hallarse fatigados con el cúmulo de pasiones morales y afectivas que en herencia nos tienen delegadas la sociedad y la civilización; no son más bien causas que contribuirían a la conservación de la salud de aquellos hombres en vez de obrar como morbíficas sobre unos organismos.
Ya en este tiempo las ciencias de curar no se manejaban por el instinto solo de conservación como en nuestros primitivos tiempos, ni tampoco la observación empírica de los hechos, era el único norte para el conocimiento y curación de las enfermedades. De otras fuentes brotaban los raudales que habían de fertilizarla. Y estas fuentes eran como hemos visto, la observación, la analogía, la imitación y la casualidad. Presentar y ofrecer a la atención pública toda clase de enfermedades fue dar a conocer que de un atento examen fundado en la exacta observación, había de deducirse por una estudiada analogía, la diferencia de las enfermedades entre sí. Por otro lado, la imitación y la casualidad proporcionando a los primeros médicos españoles el conocimiento de varios medicamentos vegetales que según hemos visto, propinaban para el tratamiento de las enfermedades, echaron los primeros cimientos a la materia médica y terapéutica. De todos estos extremos pudieramos inferir, que en algún modo la ciencia era dogmática, porque no podían admitir los hechos y los resultados de sus medicaciones sin ciertos actos misteriosos. Había en fin, descripciones de enfermedades, colocadas por los sacerdotes en los templos: había preceptos higiénicos, había medicamentos, se hacía de estos y de aquellos aplicación según los cálculos más o menos hipotéticos que constituían el dogma o teoría de la ciencia. En consecuencia, había una medicina aun cuando en estado embrional.
Un oppidum (en plural en latín oppida) es un término genérico en latín que designa un lugar elevado, una colina o meseta, cuyas defensas naturales se han visto reforzadas por la intervención del hombre. Los oppida se establecían, generalmente, para el dominio de tierras aptas para el cultivo o como refugio fortificado que podía tener partes habitables.
Los oppida son conocidos gracias a las descripciones hechas por Julio César en De Bello Gallico. Sus muros son de tierra y piedras, reforzados con unas traviesas de madera unidas perpendicularmente por unas largas clavijas de hierro (20 a 30 cm). Este tipo de muro característico de los oppida galos se denomina murus gallicus.
El nombre de oppidum se utiliza, genéricamente, para designar lugares de diferente amplitud, que pueden ir desde 1 o 2 hasta varias centenas de hectáreas: el recinto del oppidum de Manching, cercano a Ingolstadt en Baviera (Alemania) abarca hasta 350 hectáreas. Los lugares conocidos con este nombre pudieron ser utilizados desde principios de la primera Edad de Hierro hasta el siglo I.
En la península ibérica, los oppida presentan algunas diferencias con los de la Europa central y también se los conoce como castros o citanias. El término equivalente en lengua íbera sería "iltir" y en celta ibérico "-briga".
Pectoral realizado en bronce perteneciente a la cultura celtibérica, encontrado en la necrópolis de El Altillo (Aguilar de Anguita, Guadalajara, España). Siglo V a.C.-principios siglo IV a.C. Tumba II de J.L. Argente Oliver, o Tumba A de Wilhelm Shüle.12
Hallazgo[editar]
Fue encontrado entre el ajuar de una de las tumbas más ricas de la necrópolis celtibérica de El Altillo, ya que tenía armas, un casco de tipología itálica, bocados de caballo y objetos de indumentaria. Es por esto por lo que su excavador, Enrique de Aguilera y Gamboa (Marqués de Cerralbo), pensó que pertenecería a un régulo local.
Descripción y significado[editar]
Consiste en dos discos de bronce unidos entre sí por cadenillas, decorados con motivos geométricos mediante repujado, de los que cuelgan varias placas ovaladas (también decoradas).
Las élites de los guerreros celtibéricos solían cubrirse con corazas de cuero y lino sobre las que llevarían, en pecho y espalda, estos pectorales realizados en bronce. Solo algunos personajes los llevarían como objeto de prestigio, por lo que podría estar destinado solo a ceremonias y exhibiciones, más que para ser usado en combate.
Estos pectorales de bronce podían ser circulares o cuadrangulares y podían ser articulados, si se juntaban varias placas, con anillas. También podían llevar apliques colgantes como campañillas u otras placas de menor tamaño. La decoración era principalmente con motivos geométricos, posiblemente relacionados con temas astrales y tendrían carácter apotropaico, es decir, de protección. La técnica de decoración se hacía mediante repujado o cincelado.
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Material | Bronce | |
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Período | Siglo V a.C.-siglo IV a.C. | |
Civilización | Cultura Celtibérica | |
Descubridor | Enrique de Aguilera y Gamboa (Marqués de Cerralbo) | |
Procedencia | Necrópolis de El Altillo (Aguilar de Anguita, Guadalajara, España) | |
Ubicación actual | Museo Arqueológico Nacional, Madrid. España |
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