ÉPOCA MEDIEVAL
La abjuración en los procesos de la Inquisición española consistía en el reconocimiento por parte del acusado de los errores heréticos que había cometido y el consiguiente arrepentimiento, lo que constituía el paso previo, y la condición imprescindible, para su "reconciliación", es decir, para su reintegración en el seno de la Iglesia católica. Había tres tipos: la abjuración de levi, la abjuración de vehementi y la abjuración «en forma».
Tipos[editar]
Como ha señalado Joseph Pérez "ante la Inquisición todo reo es presuntamente culpable", el procedimiento y la instrucción del proceso están orientados a ese objetivo —que el acusado reconozca su culpabilidad—, de ahí la importancia que conceden los inquisidores a "que el acusado se declare culpable y que manifieste su arrepentimiento". En función de esto se establecen tres categorías de acusados: aquellos de los que se piensa que son culpables pero no se han hallado pruebas suficientes para demostrarlo y que además alegan que son inocentes; los que confiesan que son culpables (convictos y confitentes); y los "pertinaces", que son los que reinciden tras una primera condena y los que lo son por primera vez y se niegan a confesar su culpabilidad a pesar de las pruebas reunidas contra ellos. A las dos primeras categorías se les permite la reconciliación: poderse reintegrar a la Iglesia tras haber abjurado de sus errores.2 Sin embargo, los reconciliados no podían ocupar cargos eclesiásticos ni empleos públicos, ni podían ejercer determinadas profesiones, como recaudador de impuestos, médico, cirujano o farmacéutico. La inhabilitación se extendía a sus hijos y nietos, aunque éstos podían librarse de ella pagando una multa llamada de composición.3
La abjuración podía adoptar tres formas distintas:4
- Abjuración de levi, para los que solo había una ligera sospecha de herejía; por ejemplo, los bígamos, los blasfemos, los impostores, etc.
- Abjuración de vehementi, para los acusados de los que existen serias sospechas de culpabilidad o que se niegan a confesar, a pesar de las pruebas en contra; también se incluyen los que solo tienen dos testigos de cargo.
- Abjuración «en forma», para los acusados declarados culpables y que han confesado, como en el caso de los judaizantes.
Mientras que la reincidencia de los que habían sido condenados a abjurar de levi no implicaba ninguna pena especial, si los que habían abjurado de vementi y «en forma» reincidían, eran considerados relapsos y, por tanto, se les podía aplicar la pena de muerte, ya que entraban a formar parte en la categoría de los acusados "pertinaces", que incluía a los penitentes relapsos, los reincidentes que han confesado su culpabilidad y se han arrepentido; el de los impenitentes no relapsos, los que siendo culpables no han confesado ni se han arrepentido, pero no son reincidentes; y el de los impenitentes relapsos, los que reinciden y siguen sin confesar su culpabilidad. A los relapsos les espera la hoguera, aunque con una notable diferencia: los penitentes serán estrangulados antes de ser quemados; los impenitentes serán quemados vivos. Las sentencias de muerte no las ejecuta la Inquisición por tratarse de un tribunal eclesiástico, por lo que los condenados son "relajados al brazo secular", es decir, son entregados a los tribunales reales para que éstos apliquen las penas de muerte.5
Penas[editar]
La abjuración de levi generalmente iba acompañada de una multa y/o la imposición de una penitencia espiritual, como peregrinar a un lugar santo, retirarse a un convento o a un monasterio durante cierto tiempo, ayunar en determinadas circunstancias, o tan solo rezar unas oraciones.6
La abjuración de vehementi y la abjuración «en forma» solían conllevar una pena más o menos grave: el destierro, la flagelación pública administrada por un verdugo, la condena a galeras o la prisión por un período de tiempo determinado —la prisión perpetua "nunca fue aplicada por una razón de tipo material: la Inquisición andaba mal de cárceles y ¡el mantenimiento de los prisioneros era muy caro!", afirma Joseph Pérez—.6
La pena de muerte se reservaba a los acusados relapsos (reincidentes), tanto penitentes —los que confesaban su herejía y se arrepentían, por lo que eran estrangulados antes de ser quemados— como para los impenitentes —que eran quemados vivos por no haberse arrepentido—. La justificación es que en el derecho canónico, la herejía es un delito de lesa majestad contra Dios, por lo que, al igual que el delito de lesa majestad cometido contra el rey, conlleva la pena de muerte. Por otro lado, los impenitentes relapsos, según Pérez, "plantean un problema a los inquisidores, que tienen la sensación de haber fracasado en parte, ya que no han logrado convencerles de su error". Por eso los inquisidores están autorizados a utilizar cualquier medio para obtener la conversión y hasta en el auto de fe seguirán presionándolos y si no lo consiguen, tomarán todo tipo de precauciones para impedir que manifiesten sus sentimientos públicamente.
La abolición de la Inquisición española se produjo en cuatro tiempos. En diciembre de 1808 la Inquisición española fue suprimida por Napoleón Bonaparte mediante los decretos de Chamartín que se aplicaron en la España «afrancesada», mientras que en la España «patriota» la abolición se produjo varios años después, por las Cortes de Cádiz el 28 de febrero de 1813. En julio de 1814 fue restaurada por el rey Fernando VII junto con todo el Antiguo Régimen al ordenar que «se quitasen de en medio del tiempo» los acuerdos de las Cortes, pero el 9 de marzo de 1820 fue de nuevo suprimida por el mismo rey, obligado por el triunfo del pronunciamiento de Riego que restableció la Constitución de 1812. Tras la recuperación de sus poderes absolutos en octubre de 1823 —gracias a la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis que pusieron fin al Trienio Liberal—, Fernando VII no restableció la Inquisición —en su lugar funcionaron en algunas diócesis unas Juntas de Fe—. En julio de 1834, al inicio de la Regencia de María Cristina de Borbón, el gobierno liberal moderado de Francisco Martínez de la Rosa aprobó un decreto cuya disposición primera decía: «Se declara suprimido definitivamente el Tribunal de la Inquisición». Fue la cuarta y última abolición de la Inquisición en España.
Antecedentes: la Inquisición española en el siglo XVIII[editar]
¿Decadencia de la Inquisición?[editar]
Existen discrepancias entre los historiadores a la hora de valorar la actividad inquisitorial en el siglo xviii d. C. ya que mientras algunos hablan de «declive» del Santo Oficio, sobre todo en su segunda mitad, otros prefieren utilizar términos como «acomodación» y «reconversión». Ciertamente en el siglo xviii d. C. hubo una disminución de la actividad de la Inquisición y los privilegios de los inquisidores fueron cuestionados y algunos suprimidos, como la exención de pagar impuestos o de alojar tropas.1 Asimismo con el paso del tiempo también dejaron de leerse los edictos de fe y de celebrarse los autos de fe generales (el último tuvo lugar en Sevilla en 1781 en el que fue condenada a muerte una mujer por fingir revelaciones divinas y por mantener relaciones sexuales con sus confesores, uno de los cuales, el que la delató, fue condenado por el delito de solicitación).2 Sin embargo, la Inquisición aún mantuvo a lo largo del siglo xviii d. C. un notable nivel de actividad y solo a partir de 1780 se produce una considerable caída del número de casos, aunque entre esa fecha y 1820 fueron denunciadas a la Inquisición unas 50.000 personas.3
En lo que sí existe un cierto consenso entre los historiadores que han investigado el tema más recientemente es en el hecho de que en el siglo xviii d. C., sobre todo en su segunda mitad, se produjo un cambio en los delitos de los que se ocupó la Inquisición. Como casi habían desaparecido los «herejes» que habían sido su objetivo principal –judaizantes, protestantes y moriscos—, el Santo Oficio se centró ahora en los defensores de las nuevas ideas ilustradas y en los delitos considerados como «menores», como la blasfemia, las beatas, las supersticiones, el curanderismo, la bigamia, y otras prácticas contrarias a la moral católica, de manera muy especial la «solicitación». Así pues, «en el siglo xviii d. C. la Inquisición se convirtió en vigilante de la moral católica y en enemiga de las nuevas ideas» –precisamente en la segunda mitad del siglo xviii d. C. el delito más frecuente fue el de proposiciones: «las afirmaciones, dichos o expresiones interpretables en sentido no católico o heterodoxo»—.4
Fueron objeto de especial vigilancia por la Inquisición los clérigos y laicos, tildados por sus oponentes de jansenistas, que defendían la reforma «ilustrada» de la religión basada en una vivencia más interior de la fe, haciéndola más racional mediante la eliminación de las prácticas supersticiosas y de la pompa externa del culto, y que asimismo propugnaban cambios en la organización de la Iglesia, de acuerdo con los planteamientos episcopalistas muy extendidos en la Europa de la época, lo que ponía en cuestión la existencia misma de la Inquisición, ya que se consideraba que eran los obispos quienes debían ocuparse de las cuestiones morales y de fe.5
En consecuencia muchos escritores, políticos, militares y clérigos fueron acusados por la Inquisición y pasaron por sus cárceles, aunque en la mayoría de los casos no se llegó a emitir sentencia. Para algunas personas el paso por los calabozos inquisitoriales les causó daños irreparables, como al agustino Pedro Centeno que enloqueció y pasó el resto de sus días recluido en un convento, por lo que el problema «no consistió tanto en recibir una sentencia condenatoria como en vivir en un estado de permanente incertidumbre».6
Prueba de ello fue el proceso al que fue sometido el ilustrado y funcionario de Carlos III de España Pablo de Olavide condenado en 1778 a ocho años de reclusión en un convento, aunque a los dos años se escapó, por «hereje, infame y miembro podrido de la religión», lo que alimentó el descrédito de la Inquisición en España y en el resto de Europa.7
La Inquisición «suavizó» algo sus métodos, intentándose adecuar a los nuevos tiempos. En 1748 suprimió la pena de galeras y por esas mismas fechas se abandonó la costumbre de colgar los sambenitos de los condenados en las iglesias para perpetuar la infamia de su pecado en sus descendientes. También se hizo menos riguroso el trato a los reos en las cárceles secretas aunque no se abandonó el uso de la tortura para obtener las confesiones.8
La primera razón de la introducción de estos cambios fue el avance de las ideas ilustradas que no dejó de afectar a la Inquisición —algunos inquisidores, como Felipe Bertrán, inquisidor general entre 1775 y 1783, compartieron las nuevas ideas, aunque la mayoría se opuso a ellas—. La segunda fue la política regalista de la monarquía borbónica que se propuso la reforma de la Inquisición, lo que dio lugar a bastantes conflictos entre el Santo Oficio y la Corona, aunque nunca se planteó su abolición. El objetivo de la monarquía lo resumió el conde de Floridablanca, ministro de Carlos III, en su conocida Instrucción reservada de 1787:9
[La primera obligación del rey de España consiste en] proteger la religión católica en todos los dominios de esta vasta monarquía... combinando el respeto debido a la Santa Sede con la defensa de la preeminencia y autoridad real.
La política borbónica respecto de la Inquisición[editar]
Felipe V recibió el apoyo total de la Inquisición durante la Guerra de Sucesión española, pero al finalizar ésta encomendó a Melchor de Macanaz, fiscal del Consejo de Castilla, un informe para reforzar la autoridad del rey en el Santo Oficio. El motivo del encargo fue la oposición del inquisidor general Francesco del Giudice al informe presentado al rey por Macanaz en diciembre de 1713 en el que formulaba propuestas para limitar la influencia del papa en la Iglesia católica española. La reacción de Felipe V fue destituir inmediatamente al inquisidor general y ordenar el informe a Macanaz.10
En el informe sobre la Inquisición Macanaz advirtió al rey que el Santo Oficio había invadido prerrogativas que correspondían a la Corona y que había adquirido un grado de autonomía y de inmunidad difícilmente tolerable para un monarca absoluto. Lo que propuso Macanaz no fue abolir la institución sino reforzar la autoridad del monarca en ella, reduciendo su ámbito de competencias a los asuntos estrictamente espirituales, y subordinándola a los tribunales reales a la hora de calificar los delitos, todo ello en el contexto de una política claramente regalista.11
Sin embargo, la propuesta de Macanaz no salió adelante porque la opinión de los consejeros de Felipe V estaba dividida sobre la cuestión de la Inquisición y porque Macanaz acabó cayendo en desgracia en la corte y fue desterrado del reino en 1715 –no se le autorizó a volver hasta dos años después de la muerte de Felipe V en 1746, permaneciendo en prisión hasta su fallecimiento en 1760—.10
A partir de entonces, la actitud de los ministros borbónicos respecto de la Inquisición puede calificarse como ambigua pues se le pide que se siga ocupando de la defensa de la ortodoxia católica y al mismo tiempo que contribuya a erradicar determinadas prácticas «supersticiosas» que dificultan el avance de las luces. Así se nombran prelados ilustrados para el cargo de inquisidor general, como el caso de Felipe Bertrán, obispo de Salamanca, nombrado en 1764, mientras que los escalones inferiores de la institución sigue estando integrados por «clérigos ignorantes agarrados a su pobre pitanza y a sus privilegios».12
Al mismo tiempo se va extendiendo lo que Henry Kamen ha llamado «desengaño» ante la Inquisición causado, entre otras razones, por el contacto con el mundo exterior. Un farmacéutico detenido en 1707 por la Inquisición en La Laguna (Tenerife) declaró
que en Francia se podía vivir porque allí no abía ni ay la estrechez y sujeción que ay en España y en Portugal, porque en Francia no se procura saber ni se sabe quién es cada uno, de qué religión es y profesa, y que assí el que vive bien y sea hombre de bien sea lo que fuere.
Las primeras medidas efectivas para sujetar más firmemente la Inquisición a la Corona se tomaron durante el reinado de Carlos III. La ocasión surgió cuando el inquisidor general Manuel Quintano Bonifaz prohibió la circulación de la obra del francés Mesenguy Exposición de la doctrina cristiana por considerarla jansenista –así había sido declarada en un breve pontificio—, a pesar de que el libro había obtenido la licencia real. Cuando el rey le ordenó que levantara la prohibición, el inquisidor general se negó por lo que fue desterrado de la corte. Poco tiempo después el rey promulgó una real cédula de 1768 en la que se limitaban las competencias de la Inquisición en la censura de libros. Cuando el inquisidor reaccionó contra esa medida los fiscales del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes y José Moñino, futuro conde de Floridablanca, le recordaron que su autoridad provenía del rey y dejaron entrever que la Inquisición podía ser suprimida «si lo pidiese la utilidad pública». Dos años después, otra real cédula de 1770 redujo la actuación de la Inquisición a los delitos de herejía contumaz y de apostasía, pasando el resto a los tribunales reales, aunque la blasfemia, la sodomía y la bigamia, quedaron repartidos entre ambos. En 1784 se prohibió a los inquisidores procesar a los nobles, a los ministros de la Corona, a los magistrados y a los oficiales del ejército, sin el permiso expreso del rey.13
Uno de los primeros en manifestarse a favor de la supresión de la Inquisición fue el conde de Aranda quien en 1761 escribió una carta al ministro Ricardo Wall desde Varsovia, donde se encontraba como embajador, en la que le decía que no «es menester la Inquisición, basta seguir al sumo pontífice en sus creencias y es quanto un príncipe y pueblo hijo de su iglesia puede hacer». En la carta se refería al rechazo que suscitaba el Santo Oficio en toda Europa, y a que solo servía «a la clerecía y frailería», para intimidar a los laicos y «prohibir quanto pueda abriles los ojos». Aranda se ganó la fama de enemigo de la Inquisición y fue felicitado por ello por Voltaire.14
Las críticas arreciaron, tanto dentro como fuera de España, con motivo del proceso del ilustrado y funcionario real Pablo de Olavide15 que fue detenido en 1776 y condenado por la Inquisición en 1778 a ocho años de reclusión en un convento por «hereje» –aunque a los dos años consiguió escapar y se exilió en Francia—. Hasta el rey Federico II de Prusia se enfureció con lo sucedido y en una carta enviada al filósofo francés D'Alembert, uno de los dos editores de L'Encyclopédie, le dijo:16
Se estremece uno de indignación al ver la Inquisición restablecida en España.
Pero en ningún momento Carlos III se planteó suprimir el Santo Oficio. La posición oficial la expuso el conde de Floridablanca en la Instrucción reservada de 1787 en la que se manifestó partidario de «favorecer y proteger» la Inquisición «mientras no se desviare de su instituto, que es perseguir la herejía, apostasía y superstición e iluminar caritativamente a los fieles sobre ellos». De hecho una de las medidas que tomó durante el llamado pánico de Floridablanca con motivo del estallido de la Revolución Francesa fue «reforzar» el papel de la Inquisición para impedir la propagación de las ideas y principios revolucionarios, por lo que entre 1789 y 1792 la Inquisición vivió un momento de esplendor.17
El intento de reforma de Godoy[editar]
A los pocos meses de ser nombrado en noviembre de 1792 por Carlos IV secretario de Estado y del Despacho, Manuel Godoy hizo que el rey nombrara como nuevo inquisidor general a Manuel Abad y Lasierra, un fraile de ideas religiosas avanzadas y que los sectores conservadores tildaban de jansenista, por lo que su designación no fue bien acogida por los inquisidores. Poco después, en julio de 1793, Godoy le pidió un informe sobre la Inquisición con «las observaciones que tuviera por conveniente hacer». Abad y Lasierra, con la ayuda del secretario del tribunal de la Inquisición de Corte (el tribunal de Madrid) Juan Antonio Llorente, presentó a las pocas semanas un Plan de reforma del estilo del Santo Oficio en cuanto al nombramiento y ejercicio de calificadores que iba acompañado de una carta en la que se sugería la abolición de la Inquisición. Sin embargo, la propuesta fue ignorada, entre otras razones, porque en aquel momento la Monarquía de Carlos IV estaba en plena guerra de la Convención contra la Primera República Francesa que algunos predicadores antiilustrados como fray Diego de Cádiz habían declarado «guerra de religión contra la impía Francia».18
Los sectores eclesiásticos conservadores, mayoritarios en la Iglesia católica, y el Consejo de la Suprema Inquisición presionaron para que Abad y Lasierra fuera destituido y en junio de 1794 lo consiguieron, siendo sustituido por el arzobispo de Toledo, Francisco Antonio de Lorenzana, un clérigo con fama de ilustrado pero firme defensor del mantenimiento de la Inquisición, quien recibió la orden de Godoy de que se dedicara a atajar «los daños que la lectura de libros prohibidos, el estudio de los derechos del hombre, el poco respeto a las Supremas Potestades, la petulancia de los escritores modernos» estaban ocasionando.19
Las dificultades que tenía la monarquía para controlar la Inquisición se pusieron de manifiesto con el proceso de Ramón de Salas y Cortés catedrático de la Universidad de Salamanca, que en enero de 1792 fue denunciado a la Inquisición española por conducta viciosa y libertina y por leer libros prohibidos, acusación a la que se añadió después proferir «muchas proposiciones mal sonantes, satíricas e injuriosas» y mantener doctrinas contrarias al dogma católico.20 Salas pasó quince meses incomunicado en la cárcel de la Inquisición en Madrid y después de ese tiempo fue absuelto, pero el presidente del Consejo de Castilla, el obispo de Salamanca, Fernández Vallejo, consiguió mediante subterfugios que fuera juzgado de nuevo. A finales de 1796 el tribunal de Madrid, en contra del parecer del Consejo de la Suprema Inquisición, le impuso una pena leve, la abjuración de levi más cuatro años de destierro de Madrid, los Sitios Reales, Salamanca y Belchite, su lugar de nacimiento. Los propios jueces del tribunal de Madrid reconocieron que Salas había sido denunciado falsamente, pero Salas vio quebrantada su salud y truncada su carrera profesional y su honor.21 «El “caso Salas” dejó patente que al margen de la sentencia final, y aun en el caso de que esta fuera muy benévola, a finales del siglo xviii d. C. era enorme el sufrimiento físico y moral de quien tuviera la desgracia de caer en las redes inquisitoriales, y graves sus consecuencias».22
Ni Carlos IV ni Manuel Godoy, su «primer ministro», se atrevieron a hacer frente a los que apoyaban a la Inquisición a pesar de que Godoy reprobaba los métodos usados por la Inquisición, tal como lo manifestó en una carta a Eugenio Llaguno y Amirola:
El tribunal de la Inquisición procede violentamente y sin reconocer autoridad, esto es malo, y las leyes del Reyno sufren una alteración enorme por la complicación de sus Providencias. [...] El más qauto [sic] servidor del rey está expuesto a ser sorprendido e infamado por la manía de alguien cuando pueden conducir a un miembro de este tribunal. El Rey no sabe las causas que se forman en él ni las penas que se imponen por Reos, quiere pues que esta mala costumbre y abusos que va contra su soberanía se corte de una vez y se dé cuenta cada semana de las operaciones del tribunal.
En 1796, cuando el proceso contra Ramón de Salas estaba a punto de concluir, el mismísimo Manuel Godoy fue denunciado por tres frailes a la Inquisición por llevar una vida licenciosa y por ser sospechoso de ateísmo, con lo que se cumplía su aseveración de que «el más cauto servidor del rey está expuesto a ser sorprendido e infamado». La denuncia no prosperó a pesar de las presiones del arzobispo de Sevilla Antonio Despuig y Dameto y del confesor de la reina Rafael de Múzquiz. La reacción de Godoy fue enviar a Roma a estos clérigos junto con el inquisidor general, cuyo puesto fue ocupado por Ramón José de Arce, un hombre que estaba dispuesto a obedecer al secretario de Estado. Además Godoy retomó la idea de reformar la Inquisición.23
Godoy recurrió de nuevo a Juan Antonio Llorente quien presentó una memoria titulada Discursos sobre el orden de procesar en los tribunales de la Inquisición en el que proponía una reforma a fondo de la institución y además de limitar sus competencias a las materias de fe y a los casos de herejía en sentido estricto, pasando el resto a la jurisdicción real o episcopal –según Llorente, en la línea del episcopalismo y del regalismo defendido por la mayoría de los ilustrados españoles, los obispos estaban mejor preparados para ocuparse de las cuestiones de fe que unos monjes ignorantes que introducen la «esclavitud en los espíritus para desgracia de la humanidad» y además eran nombrados por el poder político cosa que no ocurría con los inquisidores—.24 Pero Godoy no llevó adelante el proyecto, y ello a pesar de la oposición radical de la élite ilustrada española a la Inquisición y de las presiones exteriores para que fuera abolida, sobre todo por parte de la República Francesa, nueva aliada de la Monarquía de Carlos IV desde la firma del Tratado de San Ildefonso (1796). «¿Le faltó valor [a Godoy] o careció de fuerza? Tal vez las dos cosas», afirman La Parra y Casado.25 José Nicolás de Azara, embajador en Roma, le escribió a Godoy en el verano de 1797:
¿Por qué no acaba V.E. con un tribunal que nos deshonra a la faz de todas las naciones, y restituye su jurisdicción a los obispos, pues, al fin, son inquisidores establecidos por Jesucristo, y los nuestros por el Papa?
Por esas mismas fechas circuló por España la Noticia razonada a la religión y al clero del abate constitucional francés Henri Grégoire, uno de los principales impulsores europeos de la renovación de Iglesia, en la que invitaba a Godoy a suprimir la Inquisición, una propuesta que volvió a formular en febrero del año siguiente con la Carta del ciudadano Grégoire, obispo de Blois, a don Ramón José de Arce, arzobispo de Burgos, Inquisidor General de España, inmediatamente prohibida por el Santo Oficio, y en la que argumentaba que la existencia de la Inquisición constituía «una calumnia habitual contra la Iglesia Católica», que en lugar de la violencia debía practicar la caridad. «Cuando veo cristianos que persiguen tengo la sensación de creer que no han leído el Evangelio», afirmaba Grégoire en la Carta.26 La «Carta» fue refutada, entre otros, por el canónigo y consultor del Santo Oficio Joaquín Lorenzo Villanueva, a pesar de que era tenido por jansenista y partidario de la reforma de la Iglesia.27
Los intentos de reforma de Jovellanos y de Urquijo[editar]
El nuevo secretario de Estado de Gracia y Justicia, el conocido ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos, nombrado por Carlos IV en noviembre de 1797, intentó reformar la Inquisición. Aprovechó la oportunidad que le brindó la disputa que se había producido en Granada entre el deán de la catedral y el tribunal de la Inquisición de la ciudad, a causa de que la Inquisición había ordenado el cierre de un confesionario de un monasterio de la ciudad y la decisión no se le había comunicado. El asunto llegó a la corte y Jovellanos requirió la opinión de cinco obispos, que dieron la razón al deán, y uno de ellos, Antonio Tavira, entonces obispo de Burgo de Osma, lanzó una severa crítica a la Inquisición –afirmó entre otras cosas que la Inquisición había despojado de su sentido al sacramento de la penitencia al obligar a los confesores a que preguntaran a los fieles si habían mantenido opiniones contrarias contra la religión o si poseían libros prohibidos— y propuso la introducción de ciertos cambios, como privar a la Inquisición de la censura de libros o hacer que el proceso inquisitorial se atuviera al derecho común, que los condenados pudieran apelar al rey y que se aboliera la tortura. Y también veladamente mostró su deseo de que fuera abolida la institución.28
En 1798 Jovellanos presentó al rey una Representación sobre lo que era el Tribunal de la Inquisición, en cuya redacción utilizó el escrito de Tavira y en el que defendió la necesidad de poner límites a la jurisdicción de la Inquisición y de devolver competencias en materia de fe y de herejía a los obispos, en la línea del episcopalismo defendido por los ilustrados españoles.29 En la Representación el primer reproche que hacía a la Inquisición era la forma como había tratado a los conversos y su relación con los estatutos de limpieza de sangre:30
De aquí la infamia que cubrió a los descendientes de estos conversos, reputados por infames en la opinión pública. Las leyes la confirmaron, aprobando los estatutos de limpieza de sangre, que separó a tantos inocentes, no sólo de los empleos de honor y confianza, sino de entrar en las iglesias, colegios, conventos y hasta en las cofradías y gremios de artesanos. De aquí la perpetuación del odio, no sólo contra la Inquisición, sino contra la religión misma.
Pero Jovellanos no pudo aplicar su proyecto ya que fue destituido de su cargo en agosto de 1798 y posteriormente recluido en el castillo de Bellver en Mallorca por orden del rey.31
Sin embargo, Mariano Luis de Urquijo, sucesor de Godoy al frente de la Secretaría de Estado y del Despacho, retomó el proyecto reformista de Jovellanos y aún fue más lejos pues intentó adoptar para la Iglesia española el modelo de la Iglesia constitucional francesa —de hecho varios obispos galos, encabezados por el abate Grégoire, publicaron un folleto titulado Observaciones sobre las reservas de la Iglesia de España, en el que hacían un llamamiento a los obispos españoles para que reclamaran «con intrepidez» sus derechos frente a las reservas del papado y también la abolición de la Inquisición, «tribunal que provoca la vergüenza de España y aflige a su Iglesia»—. La primera medida que tomó Urquijo estuvo dirigida a limitar las «reservas» papales mediante un decreto de 5 de septiembre de 1799 —que sería conocido como el cisma de Urquijo— en el que se autorizaba a los obispos españoles a conceder dispensas matrimoniales que hasta entonces solo podía conferir la Santa Sede. La segunda se dirigió contra la Inquisición aprovechando el conflicto planteado por el tribunal de Barcelona que se negó a autorizar el desembarco del cónsul de Marruecos, musulmán, y de su secretario, que era judío. Urquijo respondió con una dura carta dirigida al tribunal para que acatara las órdenes del rey y a continuación destituyó a todos sus miembros.32
Pero el proyecto reformista de Urquijo no llegó a buen término porque fue destituido de su puesto en diciembre de 1800 por Carlos IV. En la decisión del rey influyó una carta que recibió del nuevo papa Pío VII —y que Godoy recogió en sus Memorias—33 en la que le aconsejaba que «cerrase sus oídos a los que, so color de defender las regalías de la Corona, no aspiraban sino a excitar aquel espíritu de independencia que, empezando por resistir al blando yugo de la Iglesia, acaba después por beberse todo freno de obediencia y sujeción a los Gobiernos temporales». Godoy fue quien sustituyó a Urquijo al frente del gobierno de Carlos IV con el título de «Generalísimo». En lo relativo a la Inquisición abandonó el proyecto reformista de Jovellanos y de Urquijo, aunque en 1805 creó el Juzgado de Imprenta, situándolo por encima del Santo Oficio en materia de censura, para el que nombró a ilustrados radicalmente opuestos a la Inquisición.34
Según Emilio La Parra y María Ángeles Casado, los proyecto de reforma de la Inquisición –y de la Iglesia española en general— fracasaron fundamentalmente porque «Carlos IV nunca estuvo dispuesto a enfrentarse a la Iglesia y menos aún a Roma» y porque los obispos españoles más influyentes «eran firmes partidarios de la Santa Sede y, por supuesto, llegado el momento crítico, siempre estuvieron dispuestos a defender las prerrogativas del romano pontífice por encima de los derechos que a ellos correspondían por su carácter episcopal».
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