ÉPOCA MEDIEVAL - INQUISICIÓN CONTINUACIÓN
Organización[editar]
A pesar de ser competente en asuntos religiosos, la Inquisición fue un instrumento al servicio de la monarquía. En general, sin embargo, esto no significaba que fuese absolutamente independiente de la autoridad papal, ya que para su actividad debía contar, en varios aspectos, con la aprobación de Roma. Aunque el Inquisidor General, máximo responsable del Santo Oficio, era designado por el rey, su nombramiento debía ser aprobado por el Papa. El Inquisidor General era el único cargo público cuya competencia alcanzaba a todos los reinos de España (incluyendo los virreinatos americanos), salvo un breve período (1507–1518) en que existieron dos inquisidores generales, uno en la Corona de Castilla, y otro en la de Aragón. Tanto fue así, que en ciertas ocasiones la corona utilizaba a la Inquisición para detener a personas que habían sido condenadas en Castilla y se encontraban en zonas protegidas por fueros.15
A lo largo de su existencia, se produjeron distintas fricciones entre Roma y los Reyes de España por el control de la Inquisición. Sixto IV había promulgado una bula en 1478 por la que daba a la corona española plenos poderes para el nombramiento y destitución de los inquisidores, pero al enterarse de los abusos cometidos por estos en Sevilla, revocó la bula en 1482, haciendo que los inquisidores se sometieran a los obispos de sus diócesis. Ante la protesta elevada por Fernando el Católico, el Papa llegó a decir que
la inquisición lleva tiempo actuando no por celo de la fe y salvación de las almas, sino por la codicia de la riqueza, y muchos verdaderos y fieles cristianos [...] han sido encerrados [...] torturados y condenados como herejes relapsos, privados de sus bienes y propiedades, [...] dando un ejemplo pernicioso y causando escándalo a muchos.16
Como respuesta a ello, el rey acusó al Papa de favorecer a los conversos, y se permitió decirle esto:
Tenga cuidado [...] de no permitir que el asunto vaya más lejos, y de revocar toda concesión, encomendándonos el cuidado de esta cuestión.17
Ante tanta resolución, Sixto IV se echó atrás y dejó en manos de la corona el control de la Inquisición. En 1483 el Papa concedió a los conversos una bula que revocaba todos los casos de apelación, que debían ser presentados ante Roma, pero once días más tarde la suspendió, alegando que había sido engañado.
Otra cuestión conflictiva fue el caso de las cartas a Roma. Como la constitución del tribunal permitía al acusado apelar a Roma, esto hicieron los conversos en numerosas ocasiones, y como las respuestas fueran tan contradictorias a las sentencias, el Rey Católico acabó por amenazar con muerte a quien apelara sin permiso real y otorgó a la Inquisición el derecho a escuchar apelaciones. Así, la Santa Sede renunciaba a otra cuestión más en el gobierno del tribunal. También tuvo que claudicar ante la presión ejercida por este para que se pudiera procesar a Bartolomé de Carranza, aun siendo él obispo (los obispos eran las únicas personas al margen del Santo oficio) y ser acusado injustamente.18
Consejo de la Suprema y General Inquisición[editar]
El Inquisidor General presidía el Consejo de la Suprema y General Inquisición (generalmente abreviado en «Consejo de la Suprema»), creado en 1488, formado por seis miembros que eran nombrados directamente por el rey (el número de miembros de la Suprema varió a lo largo de la historia de la Inquisición, pero nunca fue mayor de diez). Con el tiempo, la autoridad de la Suprema fue creciendo, y debilitándose el poder del Inquisidor General.
La Suprema se reunía todas las mañanas de los días no feriados, y además los martes, jueves y sábados, dos horas por la tarde. En las sesiones matinales se trataban las cuestiones de fe, mientras que por la tarde se reservaban a los casos de sodomía, bigamia, hechicería, etc.19
Dependientes de la Suprema eran los diferentes tribunales de la Inquisición, que en sus orígenes eran itinerantes, instalándose allí donde fuera necesario para combatir la herejía, pero que más adelante tuvieron sedes fijas. En una primera etapa se establecieron numerosos tribunales, pero a partir de 1495 se manifiesta una tendencia a la concentración.
En la Corona de Castilla se establecieron los siguientes tribunales permanentes de la Inquisición:
- En 1482 en Sevilla y en Córdoba.
- En 1485 en Toledo y en Llerena.
- En 1488 en Valladolid y en Murcia.
- En 1489 en Cuenca.
- En 1505 en Las Palmas de Gran Canaria.
- En 1512 en Logroño.
- En 1526 en Granada.
- En 1574 en Santiago de Compostela.
Para la Corona de Aragón funcionaron solo cuatro tribunales: Zaragoza y Valencia (1482), Barcelona (1484) y Mallorca (1488).20 Fernando el Católico implantó la Inquisición Española también en Sicilia (1513), con sede en Palermo,o y en Cerdeña. En América, en 1569 se crearon los tribunales de Lima y de México, y en 1610 el de Cartagena de Indias.
La máxima autoridad era el Inquisidor General.
Composición de los tribunales[editar]
Cada uno de los tribunales contaba al inicio con dos inquisidores, un «calificador», un alguacil y un fiscal. Con el tiempo fueron añadiéndose nuevos cargos.
Los inquisidores eran preferentemente juristas, más que teólogos, e incluso en 1608 Felipe III estipuló que todos los inquisidores debían tener conocimientos en leyes. Los inquisidores no solían permanecer mucho tiempo en el cargo: para el tribunal de Valencia, por ejemplo, la media de permanencia en el cargo era de unos dos años.21 La mayoría de los inquisidores pertenecían al clero secular (sacerdotes), y tenían formación universitaria. Su sueldo era de 60.000 maravedíes a finales del siglo xv, y de 250.000 maravedíes a comienzos del .
El procurador fiscal era el encargado de elaborar la acusación, investigando las denuncias e interrogando a los testigos.
Los calificadores eran generalmente teólogos; a ellos competía determinar si en la conducta del acusado existía delito contra la fe.
Los consultores eran juristas expertos que asesoraban al tribunal en cuestiones de la casuística procesal.
El tribunal contaba además con tres secretarios: el notario de secuestros, quien registraba las propiedades del reo en el momento de su detención; el notario del secreto, quien anotaba las declaraciones del acusado y de los testigos; y el escribano general, secretario del tribunal.
El alguacil era el brazo ejecutivo del tribunal: a él competía detener y encarcelar a los acusados.
Otros funcionarios eran el nuncio, encargado de difundir los comunicados del tribunal, y el alcaide, carcelero encargado de alimentar a los presos.
Además de los miembros del tribunal, existían dos figuras auxiliares que colaboraban en el desempeño de la actividad inquisitorial: los familiares y los comisarios.
Los familiares eran colaboradores laicos del Santo Oficio, que debían estar permanentemente al servicio de la Inquisición. Convertirse en familiar era considerado un honor, ya que suponía un reconocimiento público de limpieza de sangre y llevaba además aparejados ciertos privilegios. Aunque eran muchos los nobles que ostentaban el cargo, la mayoría de los familiares eran de extracción social popular.
Los comisarios, por su parte, eran sacerdotes regulares que colaboraban ocasionalmente con el Santo Oficio.
Uno de los aspectos más llamativos de la organización de la Inquisición es su forma de financiación: carentes de un presupuesto propio, dependían exclusivamente de las confiscaciones de los bienes de los reos. No resulta sorprendente, por tanto, que muchos de los encausados fueran hombres ricos. Que la situación propiciaba abusos es evidente, como se destaca en el memorial que un converso toledano dirigió a Carlos I:
Vuestra Majestad debe proveer ante todas cosas que el gasto del Santo Oficio no sea de las haciendas de los condenados, porque recia cosa es que si no queman no comen.22
El proceso[editar]
Los inquisidores buscaban establecer la veracidad de una acusación en materia de fe (precisamente el verbo inquiro, en latín, significa "buscar" e inquisitio, la "búsqueda"). El procedimiento que empleaban rompió con la forma medieval de justicia basada en el proceso acusatorio en el que el juez decidía si la parte que acusaba había aportado las pruebas suficientes para demostrar lo que afirmaba. Para evitar las acusaciones sin fundamento el que acusaba corría el riesgo de ser condenado a la misma pena que le hubiera correspondido al acusado si lo que afirmaba se demostraba que era falso. Esto no ocurría en el proceso inquisitorial en el que el juez podía actuar de oficio sin necesidad de que un acusador inicie la acción judicial o por denuncias que recibía, sin que el que las hacía corriera ningún riesgo de ser condenado si lo que decía se demostraba falso. Pero la diferencia fundamental entre el proceso inquisitorial y el proceso acusatorio estaba en el papel del juez, que deja de ser una parte "inactiva" del proceso ya que es quien toma las declaraciones, interroga a los testigos y al acusado y finalmente emite el veredicto. Así, según Josep Pérez, el inquisidor "reúne en su persona la función de policía y el poder de juez aunque, según el derecho canónico, no asume la función de acusador, ya que lo único que pretende es establecer la verdad [inquisitio] con imparcialidad y no acabar con su adversario". Pérez concluye: "los inquisidores son jueces y parte, acusadores y jueces; se conserva la figura del fiscal, pero su función se limita a mantener la ficción de un proceso que enfrenta a dos partes. [...] En realidad, el fiscal es un inquisidor como los demás, salvo que no participa en la votación de la sentencia".23
Así pues, la Inquisición no funcionó en modo alguno de forma arbitraria, sino conforme al derecho canónico. Sus procedimientos se explicitaban en las llamadas Instrucciones, elaboradas por los inquisidores generales Torquemada, Deza y Valdés.
Las instrucciones de Torquemada fueron publicadas el 29 de octubre de 1484 con el nombre de Compilación de las instrucciones del Oficio de la Santa Inquisición. En ellas se recogen las reglas de procedimiento de la Inquisición pontificia tal como figuran en la Practica inquisitionis (1324) de Bernardo Gui o en Directorium inquisitorum (1376) de Nicholas Eymerich. Los inquisidores generales Diego de Deza y Cisneros añadieron algunas disposiciones que fueron publicadas en 1536 por orden del inquisidor general Alonso Manrique. Finalmente en 1561 el inquisidor Fernando de Valdés publicó las últimas instrucciones que estarán vigentes hasta la abolición de la Inquisición española, aunque como señala Joseph Pérez, "las circulares del Consejo supremo, las cartas acordadas, aportan precisiones cuando la ocasión lo requiere".24
Delación anónima[editar]
En los primeros tiempos cuando la Inquisición llegaba a una ciudad, el primer paso era el «edicto de gracia». En la misa del domingo, el inquisidor procedía a leer el edicto:25 se explicaban las posibles herejías y se animaba a todos los feligreses a acudir a los tribunales de la Inquisición para descargar sus conciencias. Se denominaban «edictos de gracia» porque a todos los autoinculpados que se presentasen dentro de un «período de gracia» (aproximadamente, un mes) se les ofrecía la posibilidad de reconciliarse con la Iglesia sin castigos severos. La promesa de benevolencia resultaba eficaz, y eran muchos los que se presentaban voluntariamente ante la Inquisición. Sin embargo, a partir de 1500 los «edictos de gracia» fueron sustituidos por los llamados «edictos de fe», suprimiéndose esta posibilidad de reconciliación voluntaria.
Como la herejía no era solo un pecado sino un delito, no bastaba con la confesión para ser absuelto —de hecho se recordaba en los edictos de fe que los sacerdotes debían remitir a la Inquisición a aquellos que se acusaran de pecados contra la fe— por lo que su confesión debía ser pública. Como ha señalado Joseph Pérez, «había algo terrorífico en la regla: condenaba a la vergüenza de un auto de fe público incluso a aquel que confesaba su falta de forma libre y espontánea». Además no bastaba con denunciarse a sí mismo sino que había que denunciar también a sus «cómplices» -incluso si habían muerto, porque en ese caso sus restos se exhumaban y quemaban—, una obligación que se extendía a todos los creyentes bajo pena de excomunión.26 Gracias a esto la Inquisición contaba con una inagotable provisión de informantes.
Los delatores se mantenían en el anonimato y si sus afirmaciones se demostraban falsas no eran castigados con la misma pena que le hubiera correspondido al acusado. De esta forma se facilitaban las denuncias, y se protegía a los testigos de las presiones y de una posible venganza, pero también se permitía con ello que muchas de ellas se debieran a motivos de animadversión personal o para deshacerse de un competidor. "Estas denuncias malintencionadas no siempre proceden del pueblo llano; también las élites son capaces de semejante vileza. En 1572, son sus colegas de la Universidad de Salamanca quienes denuncian a Fray Luis de León a la Inquisición", afirma Joseph Pérez.27
Según Henry Kamen, «las delaciones por hechos de poca importancia eran la regla más que la excepción». «En 1530, Aldonça de Vargas fue delatada en las islas Canarias por haber sonreído cuando se mencionó a la Virgen María en su presencia... En 1635, Pedro Ginesta, un anciano de más de ochenta años de edad, de origen francés, fue llevado ante el tribunal de Barcelona por un antiguo amigo por haber comido inadvertidamente un poco de tocino y cebollas en un día de abstinencia.» «El dicho preso» —decía la acusación— «siendo de una nación infectada por la herejía [Francia], se presume que ha comido carne en días prohibidos en muchas ocasiones, a la manera de la secta de Lutero». Por lo tanto, denuncias basadas en sospechas llevaban a acusaciones basadas en conjeturas. Este es el tenor de los miles de datos con que gentes malévolas, que vivían en la misma comunidad que los denunciados, dieron alimento a la maquinaria de la Inquisición".28
El acusado no tenía ninguna posibilidad de conocer la identidad de sus acusadores, un privilegio que los testigos tenían en los tribunales seculares. Este era uno de los puntos más criticados y así fue denunciado, por ejemplo, por las Cortes de Castilla en 1518) o por la ciudad de Granada en 1526, que en el memorial que redactó denunció que el sistema de secreto era una invitación abierta al perjurio y al testimonio malévolo. Es lo que le sucedió, por ejemplo, a la familia y a los criados del doctor Jorge Enríquez que pasó dos años en la cárcel de la Inquisición por una denuncia anónima que afirmaba que cuando murió el médico fue enterrado según los ritos judíos —fueron puestos en libertad por falta de pruebas—.29 En la práctica, eran frecuentes las denuncias falsas para satisfacer envidias o rencores personales. Muchas denuncias eran por motivos absolutamente nimios. La Inquisición estimulaba el miedo y la desconfianza entre vecinos, e incluso no eran raras las denuncias entre familiares.
Un escritor toledano de origen converso aseguró en 1538 que30
muchas gentes ricas... se van a reinos estraños por no vivir toda su vida en temor y sobresalto cuándo entrará un alguacil de la Inquisición por las puertas, que mayor muerte es el temor continuo que la muerte misma
Sin embargo, no en todos los lugares despertaba el mismo temor la Inquisición. Es el caso del Principado de Cataluña, donde los inquisidores del tribunal de Barcelona se quejaban en 1560 de que la gente «en son de tenerse por buenos cristianos traen todos por lenguaje que la Inquisición es aquí por de mas, que ni se haze nada ni ay que hazer». «Toda la gente de esta tierra, assi ecclesiastica como seglar, ha mostrado siempre poca afficion al Santo Officio». Así, el tribunal tuvo que disculparse en más de una ocasión ante el Consejo de la Suprema por el reducido número de procesos que llevaba, alegando que no era ni por «negligencia ni descuydo nuestro» sino por las «pocas denunciaciones que se hazen».31
Detención sin acusación[editar]
Tras la denuncia, el caso era examinado por los «calificadores», quienes debían determinar si había herejía, y a continuación se procedía a detener al sospechoso. En la práctica, sin embargo, eran numerosas las detenciones preventivas, y se dieron situaciones de detenidos que esperaron hasta dos años en prisión antes de que los «calificadores» examinasen su caso.p Las Cortes del Reino de Aragón protestaron en 1533 por estas detenciones arbitrarias.32 En las Instrucciones de Torquemada se recomendaba que no se procediera a la detención hasta que no se hubieran reunido los suficientes testimonios e indicios, ya que hacerlo antes sería poner en guardia al acusado y darle una oportunidad de preparar su defensa.33
La detención del acusado implicaba la confiscación inmediata de sus bienes por la Inquisición. Estos se utilizaban para pagar los gastos de su propio mantenimiento y las costas procesales, y a menudo los familiares del acusado quedaban en la más absoluta miseria. Para intentar paliar estas situaciones, las Instrucciones de 1561 permitieron que quienes estaban a cargo de los encausados fueran mantenidos también con los bienes confiscados, pero "incluso después de 1561, las personas acusadas tenían a veces poca seguridad sobre la suerte de sus propiedades frente a funcionarios poco honrados, o contra las detenciones arbitrarias y los larguísimos procesos". En el caso de que el detenido fuera pobre los gastos corrían a cargo del tribunal.34
Si el detenido era una persona importante podía tener criados con él pero debían permanecer encerrados junto con su señor todo el tiempo que estuviera detenido. Por otro lado, los reos permanecían absolutamente incomunicados —no podían recibir visitas y no podían mantener contacto con los otros detenidos—, y tampoco tenían derecho a asistir a misa ni a recibir los sacramentos ya que se presuponía que eran "herejes".3335
Las personas detenidas eran llevadas en secreto a las cárceles de la Inquisición donde esperaban juicio.36 Como el paradero del detenido no se daba a conocer se hablaba de las cárceles "secretas" de la Inquisición. Así durante el tiempo que duraba la detención, que podían ser semanas o meses, el detenido permanecía completamente aislado del mundo exterior. Desconocía de qué se le acusaba, ni cuáles eran las pruebas que había contra él, ni tampoco quiénes eran los testigos de cargo.37 A los presos que protestaban —o blasfemaban— se les amordazaba o se les ponía el «pie de amigo», una horquilla de hierro que mantenía erguida a la fuerza la cabeza del reo. Cuando finalmente lograban salir, a los detenidos se les obligaba a que no revelaran nada de lo que habían visto, oído o vivido durante el tiempo que habían estado en prisión.35
Como la Inquisición se cuidó de elegir bien sus residencias, las cárceles situadas en ellas estaban en general en mejores condiciones que las ordinarias —se conocen casos de presos de estas últimas que hicieron declaraciones heréticas para conseguir ser trasladados a las cárceles de la Inquisición—. Pero había algunas sedes como las de Llerena o Logroño que presentaban unas condiciones lamentables y decenas de prisioneros murieron en sus calabozos. De todas formas, la severidad de la vida en las cárceles del Antiguo Régimen, de la que Inquisición no era una excepción, producía un promedio regular de fallecimientos. "También la locura y el suicidio eran consecuencias corrientes de la estancia en prisión", afirma Henry Kamen.38 Sin embargo, algunos autores niegan que haya evidencias de que las prisiones inquisitoriales no fueran civiles, por lo menos en la gran mayoría de los casos. Los sufrimientos que padecían estos reos, por tanto, se asemejaban a los del resto de penados. El gobernador de la prisión de Granada, Bartolomé de Lescano, describía en 1557 la oscuridad de las estancias donde yacían los procesados por la Inquisición («no ay donde se pueda dar vn poco de sol a vn enfermo»), la ausencia de asistencia médica o el sepultar a los muertos a medianoche para ocultárselo a los vecinos («casi no se puede guardar el secreto»).39
Instrucción secreta e indefensión del acusado[editar]
La instrucción no se basaba en el principio de la presunción de inocencia, sino en la presunción de culpabilidad, por lo que era el acusado el que tenía que demostrar su inocencia, y no el tribunal el que tenía que probar que era culpable. "La única tarea de la Inquisición era obtener de su prisionero el reconocimiento de su culpabilidad y una sumisión penitente", afirma Henry Kamen.40 "Es esencial que el acusado se reconozca culpable y lo haga públicamente, así como que exprese públicamente su arrepentimiento; es una de las razones del auto de fe", asevera Joseph Pérez.41
Toda la instrucción era llevada en el secreto más absoluto, tanto para el público como para el propio reo, que no era informado de cuáles eran las acusaciones que pesaban sobre él. La obsesión por el secreto llegaba hasta el extremo de que las Instrucciones de la Inquisición eran de uso interno exclusivamente y solo los inquisidores podían tenerlas y consultarlas. Asimismo se prohibía certificar que alguien había sido condenado o detenido por la Inquisición, por lo que, como señala Joseph Pérez, "una persona no tenía posibilidad de probar que nunca había sido perseguida".37
La instrucción del proceso inquisitorial se componía de una serie de audiencias, en las cuales declaraban tanto los denunciantes como el acusado, pero separadamente, ya que se evitaba expresamente cualquier careo entre ellos, porque entonces el acusado conocería a los testigos de cargo.41 De todo tomaba nota un secretario, y si el declarante no hablaba castellano se traducía lo que había dicho, lo que daba lugar a tergiversaciones que levantaron las protestas, por ejemplo, de las instituciones del Principado de Cataluña, aunque la Inquisición hizo caso omiso de ellas.42
Según Henry Kamen, "una de las peculiaridades del procedimiento inquisitorial que causó penalidades y sufrimientos a mucha gente fue la negativa a divulgar las razones para la detención, así que los presos pasaban días, meses e incluso años, sin saber por qué estaban en las celdas del tribunal". Así, en vez de acusar al preso, los jueces cuando lo interrogaban le invitaban a que dijera por qué había sido detenido y a que lo confesara todo, lo que se repetía en los siguientes interrogatorios. "Con esta forzada falta de conocimiento sobre la acusación se lograba el efecto de deprimir y quebrantar la moral del preso. Si era inocente, quedaba hecho un mar de confusiones sobre lo que habría de confesar, o bien confesaba delitos de los que ni siquiera le estaba acusando la Inquisición; si era culpable, quedaba con la duda de qué parte sabría realmente la Inquisición, y de si no sería un truco para obligarle a confesar".43
Pasados tres interrogatorios de este tipo sin que confesara, se le mostraban los cargos que había contra él —que generalmente eran muy imprecisos ya que se suprimían los nombres de los testigos y cualquier indicio que pudiera ayudar a indentificarlos, lo que provocaba la indefensión del detenido— y se le nombraba un abogado de los que trabajaban para la Inquisición. Un preso de Valencia le dijo en 1559 a su compañero de celda que44
aunque el Inquisidor le diera un abogado, no le daría ninguno bueno, sino un individuo que haría lo que el Inquisidor quisiera, y que si por casualidad pidiera un abogado o un procurador que no fuera de la Inquisición, no le servirían, ya que si se oponían a los deseos de los Inquisidores, ya se encargarían de acusarles de falsas creencias o de falta de respeto y los meterían en la cárcel
La misión fundamental del abogado no era, pues, defender al acusado, sino incitarle a confesar. Además no podía hablar a solas con el detenido y siempre tenía que estar presente un inquisidor en la entrevista. Para defenderse el acusado podía recurrir a tres procedimientos: el «proceso de tachas», que consistía en dar una lista con los nombres de personas que quisieran perjudicarle —esta era el único medio que tenía para recusar a un testigo, ya que no conocía quiénes eran, aunque si alguno aparecía en la lista su testimonio no era admitido—; el «proceso de abonos», presentar testigos en favor de su moralidad; y el «proceso de indirectas», aportar declaraciones o hechos que indirectamente pudieran probar que las acusaciones eran falsas.45 También podía recusar a los jueces pero este era un recurso muy poco utilizado excepto si podía probar que eran sus enemigos personales, como sucedió en el proceso Carranza. Más frecuente era alegar locura, embriaguez, extrema juventud, etc. para conseguir la benevolencia del tribunal, y en algún caso se conseguía.46
El peor inconveniente [de la instrucción inquisitorial], desde el punto de vista del preso, era la imposibilidad de una defensa adecuada. El papel de su abogado estaba limitado a presentar artículos de defensa a los jueces; aparte de esto no se permitían más argumentos ni preguntas. Esto significaba que, en realidad, los inquisidores eran a la vez juez y jurado, acusación y defensa, y la suerte del preso dependía enteramente del humor y el carácter de los inquisidores.
Tortura[editar]
Para interrogar a los reos, la Inquisición hizo uso de la tortura, pero no de forma sistemática. Se aplicó sobre todo contra los sospechosos de judaísmo y protestantismo, especialmente en el siglo xvi. Por poner un ejemplo, H. C. Lea estima que entre 1575 y 1610 fueron torturados en el tribunal de Toledo aproximadamente un tercio de los encausados por herejía.q En otros períodos la proporción varió notablemente. La tortura era siempre un medio de obtener la confesión del reo, no un castigo propiamente dicho. Se aplicaba sin distinción de sexo ni edad, incluyendo tanto a niños mayores de 14 años como a ancianos.
Según Joseph Pérez, «como todos los tribunales del Antiguo Régimen, la Inquisición torturaba a los prisioneros para hacerlos confesar, pero mucho menos que los otros, y no por un sentimiento humanitario, porque le repugnara utilizar estos métodos, sino simplemente porque le parecía un procedimiento erróneo y poco eficaz». «Quaestiones sunt fallaces et inefficaces», escribía Eymerich en su Manual de inquisidores. Pérez cita este pasaje del libro del inquisidor medieval catalán:
El tormento no es un medio seguro de conocer la verdad. Hay hombres débiles que, al primer dolor, confiesan incluso los crímenes que no han cometido; en cambio hay otros, más fuertes y obstinados, que soportan los mayores tormentos.
Según la Instrucciones del inquisidor general Fernando de Valdés los inquisidores tienen que asistir a la sesión de tortura, obligación de la que les habían eximido las Instrucciones de Torquemada. Junto a ellos estarán presentes únicamente, el escribano forense y el verdugo. Los nobles y el clero no están exentos como en la justicia ordinaria —«El privilegio que las leyes otorgan a las personas nobles de no poder ser procesadas en las otras causas no ha lugar en materia de herejía», se dice en el Manual de los inquisidores—, y como con el resto de acusados, la decisión de torturar la debía tomar el tribunal al completo, y después de que un médico haya diagnosticado que el reo soportará la prueba. Las instrucciones prohíben que en las sesiones de tortura se mutile al acusado o se derrame sangre.47
Los procedimientos de tortura más empleados por la Inquisición fueron tres: la «garrucha», la «toca» y el «potro». El tormento de la garrucha consistía en colgar al reo del techo con una polea por medio de una cuerda atada a las muñecas y con pesos atados a los tobillos, ir izándolo lentamente y soltar de repente, con lo cual brazos y piernas sufrían violentos tirones y en ocasiones se dislocaban. La toca, también llamada «tortura del agua», consistía en atar al prisionero a una escalera inclinada con la cabeza más baja que los pies e introducir una toca o un paño en la boca a la víctima, y obligarla a ingerir agua vertida desde un jarro para que tuviera la impresión de que se ahogaba —en una misma sesión se podían administrar hasta ocho cántaros de agua—. En el potro el prisionero tenía las muñecas y los tobillos atados con cuerdas que se iban retorciendo progresivamente por medio de una palanca.47
El escribano que estaba presente en la sesión de tortura recogía todos los detalles y «anotaba cada palabra y cada gesto, dándonos con ello una impresionante y macabra prueba de los sufrimientos de las víctimas de la Inquisición». El siguiente es un ejemplo de estos documentos. Se trata de una mujer judeoconversa acusada de seguir practicando su antigua religión por no comer carne de cerdo y cambiarse de ropa los sábados (aunque ella cuando es puesta en el potro desconoce completamente la acusación y lo que han afirmado los testigos de cargo, pues esta era la forma de actuar de la Inquisición: que el reo confesara sin que se le dijera de qué se le acusaba):48
Se ordenó que fuera puesta en el potro, y ella preguntó: «Señores, ¿por qué no me dicen lo que tengo que decir? Señor, pónganme en el suelo, ¿no he dicho ya que hice todo eso?». Le pidieron [los inquisidores] que lo dijera. Y ella respondió: «No recuerdo, quítenme de aquí. Hice lo que los testigos han dicho». Le pidieron que explicara con detalle qué es lo que habían dicho los testigos. Y ella replicó: «Señor, como ya le he dicho, no lo sé seguro. Ya he dicho que hice todo lo que los testigos dicen. Señores, suéltenme, por favor, porque no lo recuerdo». Le pidieron que lo dijera. Y ella respondió: «Señores, esto no me va a ayudar a decir lo que hice y ya he admitido todo lo que he hecho y que me ha traído a este sufrimiento. Señor, usted sabe la verdad. Señores, por amor de Dios, tengan piedad de mí. ¡Oh, señor! Quite estas cosas de mis brazos, señor, suélteme, me están matando». Fue atada en el potro con las cuerdas, y amonestada a que dijera la verdad, se ordenó que fueran apretados los garrotes. Ella dijo: «Señor, no ve que estas personas me están matando? Lo hice, por amor de Dios, dejen que me vaya».
Veredicto[editar]
La instrucción no concluía cuando el fiscal lo decidía sino cuando lo pedía el acusado, porque si el fiscal lo hacía reconocía que no tenía nada más que añadir, mientras que si era el acusado el fiscal conservaba la posibilidad de aportar nuevos argumentos o testigos hasta el último momento.50
Una vez concluida la instrucción, los inquisidores se reunían con un representante del obispo y con los llamados «consultores», expertos en teología o en derecho, en lo que se llamaba «consulta de fe». En la votación del caso se requería la unanimidad de los inquisidores y del representante episcopal, cuyo voto prevalecía incluso contra la mayoría de los «consultores». En caso de no alcanzarla se remitía el caso al Consejo de la Suprema para que decidiera. En el siglo xviii las «consultas de fe» desaparecieron porque todas las sentencias eran elevadas a la Suprema.51
Según Joseph Pérez, "el veredicto final no tiene más utilidad que regularizar a posteriori la detención [del acusado]". El tribunal solo contemplaba la posibilidad de absolverlo cuando había sido víctima de falsos testimonios; en todos los demás casos se imponía la condena y si esta resultaba difícil de justificar el tribunal declaraba la "suspensión" del caso, lo que le permitirá reabrilo en cualquier momento. Para la Inquisición española era "esencial dar la impresión de que el Santo Oficio no se equivoca nunca, que no detiene a nadie sin motivos; sobre todo, es preciso impedir que pueda decirse que se ha detenido a un inocente". Por eso, aunque al principio la Inquisición pronunció algunos veredictos de absolución, "más tarde es extremadamente raro que un proceso inquisitorial termine con un veredicto de absolución". Pérez recuerda que "ante la Inquisición todo reo es presuntamente culpable" y el procedimiento y la instrucción del proceso están orientados a ese objetivo —que el acusado reconozca su culpabilidad—.52
La segunda preocupación de los inquisidores era "que el acusado se declare culpable y que manifieste su arrepentimiento". En función de esto se establecen tres categorías de acusados: aquellos de los que se piensa que son culpables pero no se han hallado pruebas suficientes para demostrarlo y que además alegan que son inocentes; los que confiesan que son culpables (convictos y confitentes); y los "pertinaces", que son los que reinciden tras una primera condena y los que lo son por primera vez y se niegan a confesar su culpabilidad a pesar de las pruebas reunidas contra ellos. A las dos primeras categorías se les permite la reconciliación: poderse reintegrar a la Iglesia tras haber abjurado de sus errores, abjuración que podía adoptar tres formas distintas: abjuración de levi, para los que solo había una ligera sospecha de herejía; abjuración de vehementi, para los acusados de los que existen serias sospechas de culpabilidad o se niegan a confesar; y la abjuración «en forma», para los acusados declarados culpables y que han confesado. La tercera categoría de acusados, la de los "pertinaces", se divide en tres grupos: el de los penitentes relapsos, los reincidentes que han confesado su culpabilidad y se han arrepentido; el de los impenitentes no relapsos, los que siendo culpables no han confesado ni se han arrepentido, pero no son reincidentes; y el de los impenitentes relapsos, los que reinciden y siguen sin confesar su culpabilidad. A los relapsos les espera la hoguera, aunque con una notable diferencia: los penitentes serán estrangulados antes de ser quemados; los impenitentes serán quemados vivos. Las sentencias de muerte no las ejecuta la Inquisición porque se trata de un tribunal eclesiástico por lo que los condenados son "relajados al brazo secular", es decir, son entregados a los tribunales reales para que estos apliquen las penas de muerte.53
En resumen, los veredictos podían ser los siguientes:
- El acusado podía ser absuelto. Las absoluciones fueron en la práctica muy escasas.
- El proceso podía ser «suspendido», con lo que en la práctica el acusado quedaba libre, aunque bajo sospecha, y con la amenaza de que su proceso se continuase en cualquier momento. La suspensión era una forma de absolver en la práctica sin admitir expresamente que la acusación había sido errónea.
- El acusado podía ser «penitenciado». Era el menor de los castigos que se imponían. El culpable debía abjurar públicamente de sus delitos (abjuración de levi si era un delito menor, y abjuración de vehementi si el delito era grave), y después cumplir un castigo espiritual o corporal. Entre estos se encontraban el sambenito, el destierro (temporal o perpetuo),r multas o incluso la condena a galeras.s
- El acusado podía ser «reconciliado». Además de la ceremonia pública en la que el condenado se reconciliaba con la Iglesia Católica (el auto de fe), existían penas más severas, entre ellas largas condenas de cárcelt o galeras,uy la confiscación de todos sus bienes. También existían castigos físicos, como los azotes.v Los reconciliados no podían ocupar cargos eclesiásticos ni empleos públicos, así como tampoco podían ejercer determinadas profesiones, como recaudador de impuestos, médico, cirujano o farmacéutico. La inhabilitación se extendía a sus hijos y nietos, aunque estos podían librarse de ella pagando una multa llamada de composición.54
- El máximo castigo era la «relajación» al brazo secular, que implicaba la muerte en la hoguera. Recibían esta pena los herejes impenitentes y los «relapsos» (reincidentes). La ejecución era pública. Si el condenado se arrepentía, se le estrangulaba mediante el garrote vil antes de entregar su cuerpo a las llamas. Si no, era quemado vivo. Los casos más frecuentes eran los de que, bien por haber sido juzgados in absentia, bien por haber fallecido antes de que terminase el proceso, eran quemados en efigie.
La distribución de las penas varió mucho a lo largo del tiempo. Según se cree, las condenas a muerte fueron frecuentes sobre todo en la primera etapa de la historia de la Inquisición (según García Cárcel, el tribunal de Valencia condenó a muerte antes de 1530 al 40% de los procesados, pero después el porcentaje bajó hasta el 3%).55 Kamen confirma esta tesis de que las condenas a muerte pasado el primer periodo se redujeron drásticamente, como lo muestran los datos de los tribunales de Valencia y de Santiago. En Valencia entre 1566-1609 solo el 2 por 100 fueron quemados en persona y el 2,1 por 100 en efigie; en Santiago, entre 1560 y 1700, el 0,7 en persona y el 1,9 en efigie.56 En el siglo xviii las "relajaciones" disminuyeron aún más y así durante los reinados de Carlos III y Carlos IV solo cuatro personas murieron en la hoguera.57
Apelación[editar]
Los condenados tenían derecho a apelar al Consejo de la Suprema Inquisición, que siempre confirmaba la sentencia si se trataba de la pena de muerte. Pero los tribunales utilizaban todo tipo de argucias para que los reos no tuvieran oportunidad de recurrir la sentencia. Según Joseph Pérez, "el medio más eficaz era que ignoraran la suerte que les esperaba el mayor tiempo posible y no informarles hasta el último momento, en el auto de fe, cuando ya no tenían tiempo de apelar".58
Por otro lado, la Monarquía Hispánica nunca permitió que se pudiera apelar al papa, como lo demuestra esta instrucción de Felipe II:59
Ningún asunto importante de la Inquisición ha de ser comunicado a Roma para ser examinado en última instancia; todo debe juzgarse en el reino, en virtud de la delegación apostólica que ha recibido el inquisidor general; los obispos y los hombres de leyes del reino conocen mejor que nadie las costumbres y los hábitos de sus compatriotas; es normal, por tanto, que los españoles sean juzgados por españoles y no por extranjeros, que no están al corriente de las peculiaridades nacionales y locales.
Auto de fe[editar]
Si la sentencia era condenatoria, implicaba que el condenado debía participar en la ceremonia denominada auto de fe, que solemnizaba su retorno al seno de la Iglesia (en la mayor parte de los casos), o su castigo como hereje impenitente. Los autos de fe podían ser privados («auto particular») o públicos («auto público» o «auto general»).
Aunque inicialmente los autos públicos no revestían especial solemnidad ni se pretendía una asistencia masiva de espectadores, con el tiempo se convirtieron en una ceremonia solemne, celebrada con multitudinaria asistencia de público, en medio de un ambiente festivo. El auto de fe terminó por convertirse en un espectáculo barroco, con una puesta en escena minuciosamente calculada para causar el mayor efecto en los espectadores.
Los autos solían realizarse en un espacio público de grandes dimensiones (en la plaza mayor de la ciudad, frecuentemente), generalmente en días festivos. Los rituales relacionados con el auto empezaban ya la noche anterior (la llamada «procesión de la Cruz Verde») y duraban a veces el día entero. El auto de fe fue llevado a menudo al lienzo por pintores: uno de los ejemplos más conocidos es el cuadro de Francisco Rizi conservado en el Museo del Prado y que representa el celebrado en la Plaza Mayor de Madrid el 30 de junio de 1680 (ver imagen).
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